El 2022, un año aciago para mi, un año de perdida, de ausencia; de tiempos en que el sufrimiento del otro era propio, de impotencia ante la enfermedad, el dolor y, finalmente, la muerte. El tiempo, implacable, empuja a seguir con la vida, obliga a enfrentar el vacío dejado por la pérdida de quien se ama, el silencio lleno de ausencia de palabras y risas de quien ya no está. Es doloroso pensar en lo mucho que le quedaba por hacer, en todo los planes frustrados por la muerte.
Cuesta, y cuesta mucho, vivir con la ausencia, con el silencio permanente, especialmente en esos primeros días que se hacen semanas y luego meses, en los que se aprende a lidiar con una soledad acentuada en los espacios que pensados y vividos como comunes, señalados para ser compartidos, con todos esos libros medio leer, con las canciones que ya no serán cantadas y bailadas juntos, con las caricias que ya no serán dadas y recibidas.
En tiempos de ausencia es difícil cumplir con las promesas hechas de la forma en que se viviría mirando hacía adelante, sin quedarse atrapado en el pasado, en los recuerdos que debían servirnos para honrar la vida de quien nos dejó, pero que no tendrían que ser lastre que inmovilice, que nos atrape en los reproches de lo que no hicimos a tiempo, de las palabras no dichas, de los afectos no mostrados.
La muerte de alguien cercano nos recuerda que debemos vivir con la certeza del hoy, que es lo que tenemos; que debemos pensar en el futuro asumiendo que no tenemos control sobre el mañana. Así, con la ausencia, llega este 2023, un nuevo año que se abre con la esperanza renovada de que todo será mejor, que el tiempo hará su trabajo y que siempre podremos regresar al refugio de la memoria, de los tiempos compartidos, de los afectos vividos, para hacernos fuertes a partir de allí y enfrentar lo que se viene, la incertidumbre del mañana y el dolor de la ausencia. Porque no queda más que seguir viviendo con la ausencia.