A los 15 años Ceferino Congo era un mozalbete tallado en ébano, mirada osada y sonrisa cauta, brazos membrudos y manos como zarpas. Sin oído, sin habla y de visión disminuida, encarnaba la figura de un ser mítico dueño de poderes ancestrales. Nombrado relojero mayor de La Merced, no dejó de cuidarlo hasta el día de su muerte, aunque también protegió las siete campanas de la iglesia.
Cuando las inclemencias del tiempo o las balas perdidas de alguna revuelta herían alguna de las campanas, volaba Ceferino a pertrecharse de lo que él suponía iba a necesitar. Al cerciorarse de las fisuras, por nimias que fueren, pasaba horas abrazado a la campana estropeada o pasando trapos empapados de menjunjes que él preparaba. Ceferino asumió sus funciones improvisando un desván junto al histórico reloj y solo bajaba de madrugada para barrer corredores y jardines del claustro.
Mediaban los 50 del siglo XX y los habitantes de Quito vivían atentos a las 12 horas del día y de la noche, instantes en los cuales el reloj daba 12 campanadas. De repente, Ceferino salía a la calle, bastón en mano, la noticia se esparcía a la velocidad de un rayo, y los muchachos de los barrios aledaños corríamos a verlo.
No existe prueba fehaciente de si Eloy Alfaro fue quien trajo a Ceferino donde el prior de La Merced, como contaba un mercedario jovial y ligero, suerte de avestruz de sotana blanca y calvo. Tampoco su edad –hay testimonios de que vivió más de una centuria– ni sus padres o algún familiar. “El reloj le prohijó” –dijo el poeta–. Y esa es, quizás, la única verdad. Enfermo, lo llevaron al San Juan de Dios y allí murió.
Vestigios de tiempo perennemente concebido en la memoria del olvido. La imagen de Ceferino Congo y la de los imborrables amigos del barrio de la infancia vinieron hace poco –pájaros exiliados en la antigua jaula de los años vividos–. Es el viento que atraviesa los rincones del pasado –sombras que aún nos sobreviven– para poblar los sueños cada día más esquivos.