Las Cortes Constitucionales son un elemento clave en las democracias (y particularmente las de Latinoamérica) pues nuestros sistemas políticos tienden a caer en las tentaciones autoritarias. En varias ocasiones fueron una pieza clave o la piedra en el zapato para ciertos planes políticos. Por ejemplo, cuándo Uribe quiso modificar la Constitución para quedarse un ratito más y la Corte lo impidió. Algo similar pasó en El Salvador pero sucedió lo opuesto.
Los juicios políticos son una herramienta institucional para evitar los quiebres institucionales (por ejemplo los golpes de estado). El objetivo, en teoría, es promover la estabilidad democrática de un país. Un ideal perfectamente legítimo. El problema, creo yo, sucede cuándo detrás de eso se busca preservar el metro cuadrado de poder. En ese sentido, el resultado no será beneficioso en términos de estabilidad pues el presidente puede salir pero al día siguiente el mundo será el mismo. Pues no hay ningún tipo de acuerdo para conducir el país, salvo el de botar al ejecutivo.
En pocos días la Corte deberá justificar una posición trascendental para el país: procede o no el juicio político planteado por la oposición. Una decisión que, sin duda, cambiará el destino del país. Todo esto se desarrolla en un contexto particular: alta polarización y hostilidad por parte de todos los actores políticos. Los jueces deliberan en medio de amenazas y acusaciones. En este momento, son el árbitro de la política. Ya sabrán cómo la sociedad se comporta cuándo creemos que hay “malos arbitrajes”.La presión social, de lado y lado, no debería interceder en cómo actuarán los jueces.
Así cómo hay jueces en Berlín, confiemos en el buen criterio de las 9 mentes en cuyas manos está el futuro del país. El dictamen, cualquiera que sea, generará un revuelto social. Esto también es una lección para la sociedad: si creemos en la democracia debemos aprender a aceptar los resultados incluso si no nos favorecen. Al final, todos hablan de democracia pero pocos se creen el cuento.